Sobre El animal no domesticado, de Laura García del Castaño / por José Di Marco


Entiendo que la poesía introduce en el mundo una perspectiva extraña y desconcertante. Hablo de un enfoque y de un tono, también;  hablo de una manera privativa de usar el lenguaje que organiza formas novedosas,  produce significados inéditos y disloca las expectativas rutinarias de lectura.  
Sin embargo, esta afirmación defecciona a causa de su generalidad. Le cabe a toda la poesía como género de escritura y por eso mismo, debido a su carencia de especificidad, muy poco dice sobre la poesía de Laura García del Castaño, acerca del arte de escribir que ensaya en este libro. ¿Qué hace ella con el lenguaje? ¿Qué le hace (sentir y saber) a las palabras, a la sintaxis, a las significaciones que se apartan de los carriles lingüísticos y semánticos preestablecidos? El apartamiento y la transgresión de los usos habituales del lenguaje, a la vez que sorprenden e incomodan a los lectores, inciden en el trato del tema que aglutina los poemas de este libro. Porque si bien El animal domesticado habla de la muerte,  la escritura de Laura ubica este asunto de corte universal en la órbita de un prisma que lo ilumina y singulariza.
Si bien el montaje predomina en el poema que abre El animal no domesticado, un texto coral, construido a partir de la cita de una profusión de voces anónimas, su llamativa estructura constituye una excepción, ya que en el resto de los poemas una primera persona escande los versos y organiza el decurso del poema a partir de un núcleo semántico que concentra y, al mismo tiempo, expande las significaciones. Esa primera persona narra, recuerda, interroga, reflexiona y afirma. Una variedad de actos de habla coexisten y superponen en El animal no domesticado para construir el texto poético como una unidad densamente significativa y sólidamente rítmica.

Laura parte de experiencias autobiográficas y las transfigura con el propósito de construir una voz única e irrepetible. Construye una dicción que expresa su personalidad  y  en la cual se materializa, discursivamente, una manera de percibir y ver el mundo. Concreta, según el compás de una cadencia y conforme al pulular de imágenes explosivas, una tentativa de concebir la muerte como un fenómeno irreductible y turbulento que flexiona y enrarece el lenguaje poblándolo de antinomias, ambigüedades y paradojas:

Todos los días rebalsa la muerte su miseria
violenta una puerta
entra en una casa
es el animal menos amado.

Nada como la presencia virulenta (y al mismo tiempo salvaje) de la muerte para interrumpir el flujo automático de las palabras, injertar discontinuidades y extender los significados hasta el límite del sinsentido. 
La escritura de Laura García del Castaño, torrencial e ígnea, abrasadora  y furiosa, desborda intempestivamente los lindes del verso y se vuelca hacia la prosa narrativa tornándose relato de la cotidianidad opresiva o evocación punzante de lo irremediable. Entreverada con lo mundano (con la prosa rústica del mundo), su poesía yuxtapone la transparencia de un lenguaje directo y ostensivo a la opacidad de un discurso que se aleja de las referencias explícitas y descubre semejanzas extraordinarias:

Como todas las mañanas
tomé la gamuza
rocié el Blem
y lustré el ataúd del fondo

Lustré
el tórax de un gigante congelado
[…]
Lustré
el capullo de un insecto que se pierde
la nave de un ser que nos deja
el escudo de una moneda extranjera
la falsa alcancía de la muerte.

Esa mixtura – que tutela el poema antes citado- recorre el poemario entero en el cual, por otra parte, hay algunos poemas en los que se puede reconocer algo así como la promulgación de una poética. Por ejemplo:

Lo real va por detrás de la visión
Y la visión por detrás del sueño

El sueño es
Inalcanzable.

Laura García del Castaño
Fotografía.: Hugo Suarez


Apartándose del registro realista, Laura labra visiones oníricas. Como se lee al final de otro poema, el ojo de la imaginación se afina y apunta: “Una mera puntería /para darle a cosas / que no caerán en este mundo”. ¿A dónde se desploma aquello que el lenguaje captura en plena fuga? ¿A otro plano de la realidad, es decir: a este mundo que ya no es el mismo porque las videncias que el poema inscribe en su cuerpo lo han transfigurado definitivamente? Entonces, no se trataría de reproducir lo existente sino de recorrer, con el ojo ardiente de lo imaginario, su superficie para encontrarse con las fisuras que revelan ese estado recóndito y extraño de las cosas que los automatismos de la mirada pierden de vista. Pero también en la escritura que prolifera en visiones se expone un aplazamiento perenne: de lo real por la visión, de la visión por el sueño que es asimismo inalcanzable. Ese retardo -que convierte a lo real en un resto de visiones que nunca atrapan el acontecer del sueño y colman al lenguaje de imágenes inflamadas- signa la poesía que Laura García del Castaño escribe.

Escritura de lo que escapa sin solución de continuidad, de lo que en su huída incesante deja residuos que son señales de otro mundo (de lo otro que reside, agazapado, en este mundo). Escritura de las huellas que el deseo esparce en su andar inagotable y errático.
Así, con imágenes flamígeras, visiones del sueño inaprensible, vestigios del deseo que no cesa de empujar y dispararse, El animal no domesticado trata sin pudores de la muerte. Para la perspectiva que su autora erige y despliega en este libro, la muerte no es un asunto que habilite especulaciones metafísicas ni promueva elegías plañideras. Habla de los discursos, comedidos y maquinales, que se pronuncian en un velatorio o en una procesión. Habla de cuerpos vencidos y rígidos, de restos (como dicen las necrológicas) que se visten y rasuran, que se velan, se trasladan y después se entierran. Habla de las tareas administrativas y los ritos altamente codificados que, en esta época, los deudos están obligados a ejercitar cuando un allegado se muere. Habla de las labores, aburridas y apáticas, en las que los sobrevivientes se empecinan con el objetivo absurdo de domesticar la muerte.
El título del libro, una abreviatura de la cita de Pascual Quignard (“Es libre el animal que no está domesticado”) que hace las veces de epígrafe, adelanta la línea de sentido que amalgama los poemas. Una metáfora integral. La muerte: el animal no domesticado. Hay una dimensión biológica en el hecho de morir, un sistema colapsa y deja de funcionar. Somos mortales; nos extinguimos al igual que otros sistemas biológicos, que otros mamíferos, que otros animales. El cadáver es un signo inequívoco de eso que se apaga y detiene. Pero, sin embargo, una vez que el cuerpo fenece, después de las exequias, la muerte constituye una fuerza indómita que circula libremente entre los que viven saturando de anomalías y equívocos la existencia. Gozosa, ¿diabólica?, se potencia y vitaliza trastornando las palabras cuando intentan cercar la impertinencia de su flujo, ceñir su fluctuante condición de ausencia-presencia. Junto a un cuerpo sin vida, sólo se puede:

asumir el desprecio de la muerte
intentar descubrir qué le fascinó de este hombre
por qué nos sigue ignorando.

Prestemos atención a este brevísimo texto, que se parece a un silogismo; a la sinopsis casi aforística de sus versos:

El ataúd para que la muerte
quede afuera y de pie

El poema
para que sólo esté el anuncio
de lo que no hay.

El ataúd no puede contener la muerte, que permanece exterior y erguida (mientras el muerto yace en su interior, acostado). El poema es el anuncio de un vacío, de una falta. Como ataúd y poema sobrevienen términos equivalentes y por lo tanto intercambiables, el poema sólo puede nombrar la muerte a través de semejanzas metafóricas, de nominaciones aplazadas, y el ataúd se constituye en la confirmación flagrante de que la muerte escapa y prolifera. El sobreentendido, lo que palpita implícito en este poema, es la constatación exorbitante, de que un abismo incorregible separa la muerte y del muerto. Con intensidad El animal no domesticado postula y trabaja esa distancia.
Así como postula y trabaja esa distancia insalvable, según la cual el muerto no es la muerte sino un cuerpo que ha llegado a su fin, El animal no domesticado  conversa sigilosamente  con Los hombres huecos. A diferencia de lo que sucede en el poema de T. S. Eliot, los muertos de El animal no pronuncian soliloquios desesperados, plegarias lúgubres que le reclaman a un dios indolente consuelo y piedad para su condición de restos parlantes suspendidos en el umbral del paraíso. El más allá no presenta un dilema teológico, una dificultad conceptual ni siquiera una disyuntiva estética para la poesía de Laura que está más decididamente interesada por lo que ocurre aquí, muy cerca, a diario, en medio del fragor de la contingencia.
Por otra parte,  leyendo sobre muertos que están despiertos y anhelan vivir a toda costa, sobre cadáveres prolijamente acicalados para ir no se sabe dónde, me di cuenta de que, silenciados y rígidos, aún los cuerpos poseen cara, nombre, domicilio, familia, biografía. En varios poemas, que constituyen un acto de piedad y de compañía póstuma, se los nombra, retrata y recuerda.
Si pensamos que en sociedades como la nuestra la muerte se vuelto un comercio inseparable de la biopolítica, El animal no domesticado llama a protestar contra esa maquinaria impersonal que rige y determina el uso de los cuerpos (incluso de los inertes), a no ceder mansamente, a rabiar contra la agonía de la luz, como dicen unos versos de Dylan Thomas que Laura invoca con este par de su autoría:

Ladra, ladra hasta dejar de ser el blanco
hasta dejar de ver en todas las muertes a tu muerto.

Transcribo ahora parte de un poema:

Escribir como si se tuviera
una piel de vidrio, un espejo al fondo
pelo y sangre de la herida
sufrimiento animal
o escribir como si no se tuviera nada
lo que late pero no para vivir
Así de estéril
como un párpado que acaricia el ojo que no ve…

Mediante la analogía el texto propone una disyunción entre dos modos de escritura, uno ligado a lo que se posee y otro unido a la carencia. Así, resume las fuerzas opuestas que coexisten y tensionan la poética que El animal no domesticado declama y, sobre todo, lleva a la práctica.
Los poemas de este libro están escritos, simultáneamente, desde el patetismo y la indiferencia, desde un distanciamiento sarcástico y una compenetración casi piadosa, desde una mirada que se atiene a los detalles más profanos y que despega de la inmediatez para cristalizar en imágenes desaforadas. Valga como ejemplo el poema en que la hija trae del recuerdo la figura indeleble de su padre fumando en un rincón a oscuras de la casa y la sitúa en un presente continuo:

Todavía en medio de la noche veo la colilla encendida
una luz que no alcanza a iluminar nada
pero prende fuego a todos los rostros de mi mente.  

El animal no domesticado habla de la muerte, y no es un libro lindo ni bonito. Su belleza, provocativa y exaltada, rugiente y oscura, suscita en nosotros algo muy distinto del beneplácito y la gratificación estéticos. Nos invita, tal vez, a tomar distancia de lo que aceptamos pasivamente: la economía rutinaria de la muerte (su naturalización impensada), el prototipo de la poesía como un lenguaje purificado de disonancias y asperezas.
Laura García del Castaño pone sus ojos de vidente en la diáspora de lo roto y fugado para trastornar el lenguaje y sacarlo de quicio. El remate de un poema señala: “Todo ha sido andar / y no ser domesticada.”  Trazar un camino que carece de meta, resistir a las coacciones que sujetan y disciplinan, hacer de la poesía el testigo de un proceso indeterminado y transgresor: los modos en que El animal no domesticado introduce, en el mundo y en el lenguaje, un estilo y una visión del mundo que nos incitan a pensar, a decir, a ser otros, menos mansos, más lúcidos.

José Di Marco



1 comentario:

  1. Muy buen análisis de un gran poemario, de esta exquisita y potente artista. Gracias !!! Alfredo Lemon

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